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Ni Emilio Botín ni Isidoro Álvarez crearon nada. Heredaron de su padre y de su tío respectivamente los mencionados imperios, a los que hicieron crecer un montón gracias, entre otras cosas, a la extracción de plusvalías a cuenta del trabajo de sus decenas de miles de empleados. Ya sé que suena feo traer a colación la palabra plusvalía en un obituario, pero tampoco está bonito faltar a la verdad.
Los adalides del capitalismo liberal que disfrutamos en este arranque del siglo XXI se empeñan en hablarnos de la búsqueda de la excelencia, del paradigma de la competitividad, de la eficiencia y del mérito de hacerse uno a sí mismo, como Bill Gates, ponen por caso. Luego resulta que dos de los mayores emporios de la economía hispana se saltan a la torera todas las máximas teóricas y encumbran a la cúspide de sus respectivas estructuras empresariales al heredero designado a dedo por el finado. Lo que se dice una monarquía en toda regla, donde los lazos de sangre prevalecen sobre otras cuestiones mundanas, como en aquellas simpáticas cintas que nos regaló Francis Ford Coppola.
Si son empresas familiares, ¿no es lógico que sean los familiares los que sigan al frente de ellas? Hablo desde el desconocimiento.
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