Suele decirse que el primer deber de un prisionero es escapar del presidio en que se encuentre encerrado. El cine nos ha demostrado en innumerables ocasiones que el espectador siempre simpatiza con el preso que intenta huir de la cárcel, aunque se trate de un peligroso criminal. El ansia de libertad, principal condición de un ser humano, es lo que manda en estas ocasiones, desde la fortaleza de Alcatraz hasta el bafle de Sarri. Y así debe de ser.
Trasladado este principio al ahora y el hoy de Euskal Herria, se puede traducir de forma directa en la ecuación que dice que hay que ir vaciando las cárceles de prisioneros independentistas y, en todo caso, evitar que el número de patriotas encarcelados aumente. No vamos a repetir aquí, por conocidos, los argumentos sobre la infamia de la dispersión, la inaguantable situación de los presos con enfermedades graves, etcétera. To ello clama al cielo. Por lo tanto todo lo que se haga en ese sentido, salvaguardando siempre la dignidad de todos los protagonistas, también la de las víctimas, será bienvenido, e incluso aplaudido, por la generalidad del común vasco-navarro.
La rapidez de los acontecimientos que se suceden en Catalunya impide analizarlos con la debida mesura. Por eso se ha desbarrado estos días sobre el papel jugado por la CUP durante las negociaciones para la investidura de un nuevo presidente de la Generalitat catalana. Se ha desbarrado allí, pero también por aquí. Desbarres que provienen de círculos que mantienen, quizá de forma inconsciente, la preeminencia de lo nacional sobre lo social, lo que conduce a argumentarios del estilo primero la independencia luego el tema social. Y ese es el gran error, porque un proceso soberanista que no tenga en cuenta el necesario cambio social, tenderá directamente hacia el fracaso.