Mikele Bustillo argazkia |
Vasconia es una nación de poco más de tres millones de habitantes, según las últimas estadísticas. Por lo tanto se trata de un pequeño país europeo, de los más pequeños, si tenemos en cuenta que la República de San Marino, el Vaticano o el Principado de Mónaco no son propiamente países, sino miniestados, reminiscencias del medioevo.
No disponemos de grandes ríos, salvo el Ebro, que apenas nos roza; ni de grandes montañas. Nuestras llanuras no son comparables a las americanas ni a las rusas. No hemos dado al mundo grandes filósofos, ni grandes científicos, aunque hemos exportado conquistadores y misioneros por doquier. Hemos perdido casi todas las guerras emprendidas y algunas de las conmemoraciones más sentidas, las de Noain o Albertia, fueron clasificadas en la columna de las derrotas, de las que apenas si se salva la ya lejana Orreaga.
Pese a carecer de Estado propio desde el siglo XVII, cuando los restos que quedaban del Reyno de Navarra fueron asimilados por París, hemos conseguido mantenernos vivos, aunque con el cuerpo maltrecho y desencajado. Tal vez el haber sabido resguardarnos a ambas vertientes de los Pirineos haya sido la clave de nuestra subsistencia.
Ignoro si el tamaño del país tiene la culpa de que proliferen entre nosotros los microproyectos, pero puede que tenga alguna relación. Definitivamente nos gusta lo pequeño, desde la reivindicación de la independencia de Igeldo o Usansolo, hasta la abundancia de pequeñas administraciones que seccionan nuestros país en territorios lejanos, pese a ser vecinos. En la lengua tropezamos con los euskalkis, en detrimento del habla común unificada. En el deporte nos dividimos en bandos y fracciones, cada cual más localista. Todos queremos tener cerca, a ser posible junto a nuestra casa, un frontón, una escuela superior de música, un museo Guggenheim, una UPV.
Nos cuesta pensar en clave nacional y tal vez sin pretenderlo, embestimos al trapo que nos colocan los enemigos, sobre todo en el terreno mediático. Las guerras banderizas, desgraciadamente, no son solo pasado. Se reeditan constantemente en muy diferentes formas, ya sea en el terreno fiscal, en el de los transportes o en el de los proyectos culturales.
Ahora bien, no creo que la solución a todas estas tendencias centrífugas pase por la acumulación de pequeños pasos, sino por la consecución de grandes acuerdos nacionales. Quien piense que la solución a problemas que nos vienen afectando desde hace décadas se puede ir hilvanando mediante la confección de microacuerdos, o es un ingenuo o no conoce la auténtica realidad del país.
El buenismo, el positivismo vital, es agradable, genera sonrisas y hace que nos podamos sentir a gusto en un debate parlamentario o en una comisión de Paz y Convivencia. Pero los grandes asuntos se deben abordar en toda su dimensión, y el primer paso es reconocer la dificultades que haya que superar en cada momento. La historia de la humanidad es una historia de guerras, sufrimientos y sacrificios, en contados periodos sustituidos por la paz y el buen entendimientos entre las gentes y los pueblos. Es posible que los vascones nos encontremos en vísperas de una de estas etapas de serena convivencia, pero si quienes disponen del monopolio de la violencia, en vez de aflojar, aprietan más los dientes represivos, en el futuro podemos asistir a una nueva frustración colectiva.
Ignoro si el tamaño del país tiene la culpa de que proliferen entre nosotros los microproyectos, pero puede que tenga alguna relación. Definitivamente nos gusta lo pequeño, desde la reivindicación de la independencia de Igeldo o Usansolo, hasta la abundancia de pequeñas administraciones que seccionan nuestros país en territorios lejanos, pese a ser vecinos. En la lengua tropezamos con los euskalkis, en detrimento del habla común unificada. En el deporte nos dividimos en bandos y fracciones, cada cual más localista. Todos queremos tener cerca, a ser posible junto a nuestra casa, un frontón, una escuela superior de música, un museo Guggenheim, una UPV.
Nos cuesta pensar en clave nacional y tal vez sin pretenderlo, embestimos al trapo que nos colocan los enemigos, sobre todo en el terreno mediático. Las guerras banderizas, desgraciadamente, no son solo pasado. Se reeditan constantemente en muy diferentes formas, ya sea en el terreno fiscal, en el de los transportes o en el de los proyectos culturales.
Ahora bien, no creo que la solución a todas estas tendencias centrífugas pase por la acumulación de pequeños pasos, sino por la consecución de grandes acuerdos nacionales. Quien piense que la solución a problemas que nos vienen afectando desde hace décadas se puede ir hilvanando mediante la confección de microacuerdos, o es un ingenuo o no conoce la auténtica realidad del país.
El buenismo, el positivismo vital, es agradable, genera sonrisas y hace que nos podamos sentir a gusto en un debate parlamentario o en una comisión de Paz y Convivencia. Pero los grandes asuntos se deben abordar en toda su dimensión, y el primer paso es reconocer la dificultades que haya que superar en cada momento. La historia de la humanidad es una historia de guerras, sufrimientos y sacrificios, en contados periodos sustituidos por la paz y el buen entendimientos entre las gentes y los pueblos. Es posible que los vascones nos encontremos en vísperas de una de estas etapas de serena convivencia, pero si quienes disponen del monopolio de la violencia, en vez de aflojar, aprietan más los dientes represivos, en el futuro podemos asistir a una nueva frustración colectiva.
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