2013/04/23

Soberanía y crisis social

La calle está que arde. La situación social es alarmante. La preocupación principal es la economía. La crisis lo acapara casi todo. El desempleo registra cifras inaguantables. Los desahucios se multiplican. Una buena parte de la población atraviesa dificultades. Los recortes en sanidad, educación y servicios sociales son palpables. La corrupción se extiende, en especial en la clase política. Una de las principales instituciones financieras del país, la CAN, ha desaparecido.

El complicado panorama se agrava si tenemos en cuenta que Euskal Herria sigue siendo una nación sin estado, lo que dificulta la posesión de las herramientas imprescindibles para atajar la crisis económica, social y política que vivimos. Nadie puede asegurar que la situación sería hoy mejor si Euskal Herria fuese un estado independiente, pero sí que se puede afirmar que de serlo dispondría de mejores y mayor número de herramientas para afrontar esta situación de alarma social que padecemos.



Desde ciertos sectores se ha teorizado en los últimos tiempos sobre un independentismo basado en que a España le va muy mal económicamente. Por ello apuestan por la separación. Que se hundan ellos solos, los españoles, se dice desde algunos foros. Este tipo de argumentaciones, una especie de independentismo de los ricos, se puede convertir en un peligroso obstáculo para el desarrollo de un soberanismo progresista en nuestro pueblo. Si el argumento central para lograr la independencia del Estado español -porque al Estado francés ni se le cita- se basa exclusivamente en disfrutar de mejores índices económicos, estamos apañados.

El independentismo debe basar su argumentario en valores más sólidos que la mera riqueza económica. El Estado de Euskal Herria es viable económicamente, no hay duda, pero nadie puede afirmar que la mera independencia traerá como por ensalmo una mayor calidad de vida. Un independentista serio debería preferir vivir de forma soberana, aunque fuera con un menor nivel de vida que el que disfruta en la actual situación de dependencia. El independentismo significa básicamente libertad, amén de identidad, cultura propia, lengua y una serie de valores intangibles, pero que están ahí, presentes en nuestra vida cotidiana. Pero sobre todo significa capacidad de organizarse de forma autónoma, de disponer y gobernar los bienes materiales e inmateriales del país, de estructurar este ordenando su territorio, de dotarle de un organigrama institucional propio, etcétera.

Para llegar a ese estadio es necesario poner previamente en marcha un movimiento soberanista de amplia base que aglutine a las mayorías sociales del país, que se muestre atractivo a las clases trabajadoras, a los profesionales, a los autónomos y cooperativistas e incluso a pequeños empresarios. Un soberanismo de raíz social, que disponga del reclamo suficiente para que se incorporen a sus filas sectores que hoy por hoy no son soberanistas, pero que en el futuro, en un ejercicio de pragmatismo, pueden otorgar su confianza a un movimiento que presente alternativas razonables al actual caos socioeconómico generado por la crisis.

Un entente soberanista que apuntale las conquistas sociales arrancadas por la clase obrera a lo largo del siglo XX. Que coloque en el centro de su accionar el concepto de interés público sobre el de interés privado. Que abogue por la existencia de una banca pública al servicio del desarrollo sostenible del país, ajena a los desahucios y facilitadora de financiación a familias y pymes.

Un soberanismo que blinde el sistema público de salud y servicios sociales ante los recortes, las subcontratas, las privatizaciones y las reducciones de personal. Que construya un sistema público de enseñanza al servicio de las mayorías, no elitista, con igualdad de oportunidades, en contacto con la realidad laboral del país sí, pero capaz de reflexionar y aportar desde su corpus universitario.

Un soberanismo que asuma la solidaridad como un valor imprescindible, atendiendo las necesidades primarias de los que peor lo están pasando. Un estado serio no puede delegar en las organizaciones no gubernamentales, especialmente en las cristianas, la dieta básica alimenticia de los sectores desestructurados por la crisis económica y el desempleo. Tiene que asumir esas funciones por sí mismo, sin importunar por ello la colaboración con esos agentes de la sociedad civil, que deben actuar de forma complementaria.

Un soberanismo social que en la mesa de disputa entre empresarios y trabajadores no adopte siempre las posturas más favorables a los intereses de los primeros, sino que proteja y ayude a desarrollar las iniciativas de los sindicatos obreros, organizaciones imprescindibles para el buen funcionamiento de una sociedad democrática avanzada. Un soberanismo que se preocupe por la suerte de los más débiles, los niños y los ancianos, facilitando la atención a sus necesidades educativas y a su autonomía personal respectivamente, y que acabe con los privilegios de clase a la hora de implantar políticas fiscales progresistas, igualitarias y en definitiva más justas.

Solo un soberanismo que ataque las razones profundas que originan la actual desigualdad social, que contribuya a reducir en la medida de lo posible el desempleo y la exclusión social y que ponga en valor las herramientas necesarias para un más profundo reparto de la riqueza, puede aspirar a ser mayoritario. Y tan solo aglutinando a la mayoría social del país se podrá permitir dar los pasos necesarios para forzar, ante los responsables de los estados español y francés, las medidas legales que garanticen la protección del derecho a decidir. Es decir, nuestro derecho a disponer de un estado propio, soberano, que mantenga relaciones con los estados vecinos en pie de igualdad, sin más cortapisas.

Si los sectores más directamente implicados en la vertebración de ese soberanismo social y mayoritario son capaces de erigir ese árbol y situarlo en el centro del escenario político vasco, estoy seguro que sus frondosas ramas conseguirán introducirse en sectores hasta ahora refractarios a las ofertas políticas abertzales. Hablo de personas que se mueven en ámbitos electorales del socialismo o el comunismo de ámbito estatal, en espacios sindicales de progreso, en el asociacionismo sin ánimo de lucro, en los grupos de afectados por la crisis, entre los indignados de diferente procedencia, en resumen, en el amplio campo de juego que se puede definir como las izquierdas, sean estas moderadas o de tendencias más transformadoras.

No se trata, en todo caso, de limitarse a proclamar una declaración de buenas intenciones, sino de ir demostrando, día a día, que existen alternativas a las políticas económicas y sociales diseñadas desde Bruselas, asumidas por Madrid y París, y que suelen ser reproducidas, con ciertos matices, por los diversos ejecutivos autonómicos que nos gobiernan. Un ciudadano, abatido por las difíciles circunstancias que está sufriendo, puede caer presa de la melancolía, pero un pueblo entero no se lo puede permitir, tiene que organizarse y responder.

En los últimos meses ha surgido en Portugal el movimiento espontáneo «Que se lixe a troika» (que le jodan a la troika), que reclama la soberanía del pueblo portugués frente a Bruselas, cuyos componentes acuden a parlamentos, ayuntamientos y otros lugares públicos a interrumpir los discursos de las autoridades mediante el canto del himno de la Revolución de los claveles de 1974 «Grandola vila morena». El verso más profundo de la canción de José Zeca Afonso dice: «O povo é quem mais ordena» (el pueblo es quien más ordena). Y es que un pueblo, si se organiza y asume unos objetivos claros basados en la igualdad, en la decencia y en la defensa de su soberanía puede cambiar cualquier situación, por desesperada que nos pueda llegar a parecer. Ahí viene mayo para empezar a demostrarlo.

  • Artículo publicado en Gara [2013-4-21]

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