Dicen que las moléculas de agua se transforman, dependiendo de las influencias que reciban. Si éstas son positivas, reflejan armonía, si negativas desorden. También dicen que las vacas producen más leche y de mayor calidad si se acompañan con música de Mozart o Brahms. Puede ser. Las plantas también parecen reaccionar positivamente si se les habla. Sus flores adquieren más color, sus hojas verdean más. No seré yo quién lo niege, pero si todo esto es así, ¿por qué se caen las hojas en otoño?
Está bien que vayan amarilleando, incluso que se pongan rojas, pero caerse al suelo y alfombrarlo sin contemplaciones, es demasiado. Estamos en la estación más hermosa del año, sin duda, por lo que resulta antinatural que las hojas se desprendan justo cuando son más bellas. Algo habría que hacer al respecto. Supongo que algún equipo de aspirantes al premio Nobel estarán en estos momentos estudiando las causas del despropósito. Pronto lo sabremos.
Y es que al final todo se acaba por saber. Procedemos de Africa, de la zona de Etiopía, y seguimos la estela vital de orangutanes y chimpancés (diga lo que diga ese tal Ratzinger). El imperio romano desapareció víctima de sus contradicciones internas, Napoleón no pudo conquistar Rusia por el frío y, eso sí, aún desconocemos quién mató a J.F. Kennedy. No importa. Parece ser que un famoso periodista californiano (o será riojano) sigue la pista buena y dará con él. Al tiempo.
Pero volvamos al otoño. A octubre. Esperemos que arroje frutos sabrosos, que para algo estamos en tiempo de vendimias, de recolección, de esperanza. Nada sabemos de lo que está ocurriendo entre bambalinas, si es que está sucediendo algo. Confiemos en que sí. Al fin y al cabo lo importante no es cuando pase, sino que, simplemente, ocurra. Después de tanto sufrimiento podemos esperar unos meses más, pero es imprescindible que al final del recorrido no nos encontremos con el zurrón vacío. Sería una tragedia. Para todos.
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