Una vez que
la novela se da a la imprenta, el autor se desentiende de ella, la considera
algo del pasado, incluso ajeno a su propia acción. Lo que motiva al autor es lo
que está escribiendo en ese momento, otra novela, un dietario, un artículo de
prensa, lo que sea, pero no la novela editada que asoma en los escaparates de
las librerías.
Es el lector
quien toma el relevo del autor y al leer las páginas de la novela, al
enfrentarse con los personajes, quien insufla de vida al texto, quien lo
concreta, quien le pone rostro y vestimenta al protagonista. El libro es ya
tarea del lector (y en su caso del crítico literario, que es un lector
avezado). El autor del texto ya no tiene ninguna tarea respecto al mismo, salvo
la de presentarlo al público, como ahora me corresponde a mí hacer.
Ahora bien,
el autor es quien pone los raíles por donde debe circular el ferrocarril y en
ese sentido tiene que hacer lo posible para permitir que el lector tome parte
en el juego. Es por ello que prefiero los personajes ambiguos y los finales
abiertos. La escala de grises en vez del blanco y negro. Nadie es
bueno-buenísimo, ni malo-malísimo, sino que tiene fases en uno u otro sentido,
por lo tanto hay que dar pie a que surjan los matices.