Iñigo Cabacas Lizeranzu tenía 28 años, era seguidor del Athletic, y disponía de toda una vida por delante. El 5 de abril de 2012, en el curso de una celebración tras un partido de fútbol, una intervención de la Policía vasca, a todas luces desproporcionada, y lanzando pelotas de goma, hirió de gravedad al joven basauriarra, quien tras varios días en coma en el hospital, fallecería el día 9 de ese mismo mes.
Tras seis años de calvario para familiares y amigos de Iñigo, una sentencia de la Audiencia Provincial de Bizkaia recién publicada no hace sino añadir dolor al sufrimiento, en especial de sus padres Fina y Manu. De los seis policías procesados cinco quedan absueltos y el único condenado en primera instancia, el supuesto jefe del operativo, es sancionado con dos años de cárcel (no deberá ingresar en prisión) y con cuatro años de inhabilitación que no le afectaran, ya que está jubilado. El famoso "Ugarteko", alto mando policial, ni siquiera fue procesado y queda indemne pese a ser quien ordenó "entrar con todo".
Luego, los democráticos analistas de los media nos repetirán el mantra de que hay que aceptar el veredicto de la justicia, que es totalmente independiente, aunque duela. En verdad lo es, independiente sí y ajena a los intereses populares. Creer en esta Justicia se nos antoja ya imposible. Es una auténtica urgencia democrática reformarla a fondo. Si la vida de un joven de 28 años, cuyo mayor delito era ser aficionado al fútbol, vale dos años de cárcel virtual, estamos perdidos.
Realizar comparaciones con sentencia recientes, como la de los jóvenes de Altsatsu, resulta estremecedor. Hay dos varas de medir en un caso y en el otro, pero una notable coincidencia. En ambos casos existe una sobreprotección a los cuerpos policiales, sean la Guardia Civil o la policía autonómica de la CAPV.
Una Policía que en vez de investigar el delito se ha empeñado en proteger al autor o autores del crimen, en un ejercicio de corporativismo digno de mejor causa. El polícía que disparó y destrozó la vida de Iñigo sabe perfectamente lo que hizo, pero protegido por sus propios mandos y compañeros no ha tenido la valentía de reconocer los hechos y asumir los cargos correspondientes. Todo hubiera sido distinto y la opinión pública habría llegado, si no a justificar, eso nunca, sí a entender el exceso de fuerza como un acto sobrevenido. Me atrevo a decir que los padres, conociendo al autor del disparo, hubieran recobrado cierta paz en sus sentimientos.
Sin embargo, el autor (o autores) se ha escondido durante estos seis largos años, prolongando la agonía de la familia y de los amigos, eludiendo su responsabilidad y haciendo un flaco a favor a una Policía, ya de por sí bastante cuestionada en amplios sectores sociales.
Con estos comportamientos corporativistas y huidizos de su responsabilidad no se puede construir una Policía al servicio del pueblo, como se vendía desde el poder autonómico cuando se creó, allá en los años ochenta. El baldón de tener sobre sus espaldas el peso de una muerte sin aclarar les seguirá persiguiendo durante años. No podemos disculpar, ni perdonar, ni mucho menos olvidar, mientras los responsables del homicidio siguen en el anonimato.
Es curioso que cuando se producía una redada contra la organización clandestina ETA se sabían los nombres y apellidos de los detenidos antes de que ingresasen en la comisaría. En el caso de los policías vascos relacionados con este caso, ni siquiera sabemos las iniciales de sus nombres. Ni en el caso del policía ya condenado.
Termino con una frase resumen. La ertzaintza a la que aspiramos es otra muy distinta de la de "Ugarteko" y sus subordinados. ⧫
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