Es tema delicado el que voy a tratar en esta columna durrutiana de finales de 2017. Y lo es porque afecta a la sensibilidad de las personas, al orgullo por su trabajo, al reconocimiento ajeno de los valores propios. En fin, al ego que todos atesoramos, aunque sea de forma inconsciente.
Resulta que en nuestra república del Adur y del Ebro, amén del Bidasoa, sentimos un recelo enfermizo a lo español (y francés), en un ejercicio de autoafirmación digno de mejor causa. Basar el carácter propio en el rechazo al vecino puede ser efectivo en términos políticos, pero es un disparate en términos sociales y culturales. Hasta en los países más odiados existen cosas interesantes a admirar y, en su caso, copiar, incluso en Corea del Norte. Por lo tanto en España y en Francia también.
No obstante, persiste una postura reacia a la mixtura y a la empatía, una postura que se refleja en la pitada al himno español y a su monarca con motivo de la final de la Copa del Rey (antes del Generalísimo). ¿Si no te gusta el himno ni su rey, para que participas en su copa y en su competición? Resulta una contradicción infantiloide. Lo coherente sería que los equipos vascos y catalanes no tomasen parte en ese campeonato, pero quien más copas tiene ganadas es el Barcelona, seguido del Athletic de Bilbao. Y durante muchos años el trofeo lo entregaba Franco en persona y nadie hizo remilgo alguno a estrechar la mano al dictador. También en este terreno sería interesante un ejercicio de memoria histórica sobre la colaboración de los equipos de fútbol, y no solo del Real Madrid, en el atontamiento general de la población durante la Dictadura.
Pero me estoy desviando. Yo quería hablar de otro aspecto. El del arte vasco, literatura, cine, música, y su relación con el Estado español, es decir, con Madrid. Cuando lo más odiado nos concede un galardón, una nominación en los premios Goya, una candidatura a los Oscar, un premio nacional de Narrativa o de Ensayo, nos alegramos como chavales con zapatos nuevos. El último ejemplo han sido las 13 nominaciones cosechadas por la película Handia. ¿A qué jugamos? ¿Nos tenemos que mirar en el espejo de Madrid para saber si somos o no guapos?
¿Puede haber algo más incoherente que construir un discurso antiespañol, me refiero expresamente a los ambientes euskaldunes, y luego saltar de gozo cuando una organización ajena a nuestro país nos atiborra de premios? Da la impresión de que se necesita un reconocimiento por parte del otro para afianzar la confianza en las propias capacidades, lo que resulta decepcionante.
Por otra parte, puede que haya una tímida apertura desde Madrid a expresiones culturales en las lenguas periféricas (Dos programas de Cachitos de hierro y cromo dedicados a las músicas en dichas lenguas). Sería un paso en la buena dirección, pero no estamos hablando de ello, sino de nuestro país. Si vienen premios sin ser buscados, bienvenidos sean, pero si nuestro listón cultural se empieza a sostener en los galardones que puedan concederse a nuestras obras artísticas en Madrid o en París, estaremos iniciando un peligroso camino que conduce a la decadencia. Seamos libres, impulsemos creaciones de calidad y todo lo demás vendrá por añadidura. ⧫
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