Manifestación en París contra el Proceso de Burgos. Foto: Fondo La Gaceta del Norte |
Seguramente los lectores de mi quinta, la del 58, así como los de las inmediatamente anteriores y posteriores, entenderán muy bien de lo que voy a hablar. Los más jóvenes intentarán acercarse al discurso, pero dudo de que logren apreciarlo en sus verdaderos términos.
Casi todo empezó hace sesenta años, más o menos. Por aquella época se produjo el Plan de Estabilización económica del franquismo, que logró sacar al Estado español del subdesarrollo y la autarquía. Por aquellos mismos años un grupo de jóvenes inquietos fundó ETA. Poco después murió en el exilio el lehendakari Agirre. También se producía la revolución cubana y luego la argelina, y Vietnam, y tantas cosas que fueron conformando un mundo marcado por la guerra fría, Kennedy y The Beatles.
A los que nacimos en el páramo franquista nos faltan palabras para describirlo. Mucho más a los que vinimos al mundo en lugares en los que al euskara se le llamaba vascuence y la cultura vasca no pasaba de la escucha, de vez en cuando, del sonido del txistu o la dulzaina en una romería o del coro de Santa Agueda en febrero. Nadie hablaba de política delante de los niños y jóvenes, la guerra civil era un tabú, escuchar Radio París o La Pirenaica, audacia de irresponsables, la palabra Franco solo se pronunciaba en voz baja.
Eran tiempos oscuros, pero de esa misma oscuridad se podía salir luchando, como hicieron Ernesto Guevara o Txabi Etxebarrieta, las comisiones obreras, el movimiento pro-ikastolas, Herri Gaztedi, los curas obreros y un largo etcétera de personas y colectivos que prefirieron aguantar de pie a arrodillarse ante la dictadura.
Y una palabra resumía todo el ansia libertaria del momento: revolución. Las movilizaciones ante el Proceso de Burgos contra varios militantes de ETA fueron el arranque de una dinámica de acumulación de fuerzas que aspiraba a cambiarlo todo. No solo a acabar con el franquismo, que también, sino a crear una sociedad mejor, un socialismo que acabase con las injusticias, los abusos y las desigualdades.
La inmensa mayoría de aquel precioso capital político cayó enredado en el retablo de marionetas de la Transición, empezando por el PCE de Carrillo y Pasionaria. Tan solo la izquierda abertzale supo hacer frente a todo aquel despropósito, fue el único faro encendido ante tanta tiniebla de PSOE, PNV y compañía. Al final quedó una reforma del franquismo en forma de monarquía parlamentaria, y ahí seguimos.
Ahora bien, que se perdiese aquella apuesta revolucionaria no significa que durante décadas, al menos en Euskal Herria, no prosiguiese existiendo una amplia masa política y social decidida a derrumbar aquel cúmulo de patrañas políticas. Una realidad que superaba las barreras partidistas y se entremezclaba con las aspiraciones de importantes capas populares del país.
Ahora, cuando la palabra autodisolución, como la de Aralar, se pronuncia más a menudo que la de revolución, tendremos que reconocer que existe un problema. La sensación de que todo un escenario político, un esquema de actuación, unos valores compartidos, dejan paso a otros escenarios, a otros esquemas, a otros valores. No sé si mejores o peores, pero en todo caso distintos.
La posibilidad de cambiarlo todo, de construir una hermosa revolución con fusiles empapados de claveles, como en el Portugal de Zeca Afonso, ha quedado arrumbada, aquí y en la mayor parte del planeta. Empezamos a darnos cuenta, entre nostálgicos y sorprendidos, de que Euskal Herria no es pais para revoluciones, que aquel islote rojo de los años ochenta se ha convertido en un país conservador, que no asume riesgos ni siquiera en el plano nacional, que hasta en Catalunya hay más dinámica en la calle, algo impensable hace treinta años.
Nos vamos dando cuenta de que Mayo del 68, la Coordinadora de Fábricas, la huelga de Bandas y las semanas pro-amnistía son historia. Que en este ciclo que se abre no se van a repetir, al menos con esas dimensiones. Que todo tiempo pasado, sino mejor, sí que fue más esperanzador y que la llama revolucionaria, nos guste o no, está medio apagada. No sé si definitivamente, pero sí para años.
Creímos, pecando de ingenuos, que el cambio estaba en nuestra manos y ahora nos percatamos de que manos más poderosas que las nuestras lo habían dejado todo atado y bien atado. Confiemos en que otras jóvenes manos, como aquellas que se reunieron en el 52, sepan encontrar el camino adecuado para desatar en el futuro, de una vez, las ataduras que nos amarran. ⧫
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