Escribió en su día un libro memorable el poeta sevillano Luis Cernuda. Su título, La realidad y el deseo, lo dice todo. Pero no voy a hablar hoy de poesía, que más quisiera, sino de política. Han pasado cinco años desde que la organización clandestina ETA anunció el cese de su actividad armada. Han pasado muchas cosas en este lustro, pero pocas de las que se apuntaban en Aiete. Sin embargo, pocos parecen atreverse a reconocerlo. El lenguaje políticamente correcto lo envuelve todo, lo enmascara. Y mientras no hablemos de la realidad pura y dura, alejada por cierto de nuestro deseo, seremos incapaces de avanzar.
Hoy en día los comunicados de ETA pasan prácticamente desapercibidos, la sociedad está en otras cosas. Los foros e iniciativas para impulsar un proceso de paz, o algo que se le parezca, trabajan en unas circunstancias muy adversas. Las instituciones españolas y francesas siguen a lo suyo, a no hacer nada, y las vascas y navarras no muestran un gran interés en el asunto, más bien pasan de puntillas sobre el mismo, para evitar contradiciones o no cometer errores, ya que siguen bajo vigilancia, en especial el ejecutivo de Iruñea.
La falta de realismo ha sido un defecto practicado con asiduidad por la izquierda abertzale, que ha creído a veces en soluciones rápidas que no eran sino quimeras. La cultura de la negociación llevada a su extremo ha acabado en la mayoría de las ocasiones en frustración. Se ha confiado en demasía en las conversaciones entre las élites de uno y otro lado, desde Txiberta, y ese esquema no ha dado frutos. Sin dinámica social potente y sostenida es imposible arrancarle nada al Estado. Demostrado queda tras lo ocurrido en Argel, Lizarra, Loiola e incluso Aiete. Confiar en mediadores internacionales será de obligado cumplimiento, pero los resultados, sin esa dinámica popular apretando, vistos están.
La conformación de una visión interesada del Estado, buscando diferencias entre los partidos políticos que lo sustentan, ha llevado en demasiadas ocasiones a callejones sin salida. Creer que el PSOE es la cara amable del Estado y el PP su cara intransigente es un planteamiento simplista. Al final, como se ha demostrado con la investidura de Rajoy, los dos son una piña en defensa de los intereses estatales. Poco se puede esperar de ahí.
No obstante, como digo, hay gentes en la izquierda abertzale que sostienen la posibilidad de que un hipotético gobierno progresista, léase PSOE-Podemos, allane en el futuro el camino para una solución justa al conflicto, como lo creyeron en la época de Rodríguez Zapatero. Incluso lo han pensado este mismo año ante las diatribas madrileñas para designar al inquilino de La Moncloa. Confiar en semejantes espejismos puede conducir de nuevo a la melancolía, como ocurrió con la supuesta apuesta decisiva del PNV en el marco de Lizarra-Garazi.
El último ejemplo de este sentimiento es el que deposita una cierta esperanza en el posible ascenso del ciudadano Alain Juppé a la presidencia de la República francesa. En base a unas ambiguas declaraciones, políticamente correctas y a la vez con tinte electoralista, se construye un discurso posibilista en cuanto a sus posiciones sobre el desarrollo del proceso de paz o el fin de la dispersión de los presos vascos. Ojalá me equivoque, Juppé sea presidente y se den pasos en la buena dirección. No tendré ningún empacho en reconocer mi error, pero me temo que no va a ser necesario. Por desgracia.
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