Periko Solabarria Bilbao |
A pesar de ser un fenómeno cada día más en desuso, a veces nos encontramos ante nosotros con hombres (o mujeres) que mueren de pie. Gentes que a lo largo de su vida han permanecido fieles a unas ideas que se relacionan con la decencia, con la dignidad, con la solidaridad, con el compromiso con los débiles, con la denuncia de los abusos de los poderosos. Las tenemos cerca, las apreciamos, pero tan solo las valoramos en toda su dimensión cuando nos dejan, cuando quedamos huérfanos de su presencia, de su magisterio ético y político.
Don Pedro Solabarria Bilbao, Periko para casi todos, era de esos hombres incomparables, en el sentido de que daba vergüenza compararse con él, tanta era la diferencia en la entrega entre él y los demás. Nunca cejaba en su empeño, siempre decía que sí, jamás se rindió, nunca hincó sus rodillas. Fue un cura obrero, o mejor un obrero cura, de los que hace tiempo dejaron de fabricarse por falta de materiales adecuados.
Aún recuerdo cuando me contaba, entre nostálgico y apasionado, su marcha al seminario menor de Gordejuela (hoy Gordexola), allí donde comenzó sus estudios eclesiásticos. Con un colchón al hombro por toda pertenencia se fue de casa muy joven. Hacerse cura era la única salida para aliviar la situación de la familia obrera a la que pertenecía y de la que tan orgulloso se sentía.
Estos días, con motivo de su marcha, se han publicado artículos en su memoria que, por lo general, reflejan bien la trayectoria personal del revolucionario que hemos perdido. No voy a abundar en los elogios a Periko, todos merecidos, porque sé que no le gustaban. Jamás quiso ser protagonista. Al contrario, siempre optó por estar con los de abajo, con los humildes y necesitados, a los que no dudaba en darles su colchón aunque él tuviese que dormir en el suelo, en su propia vivienda de Barakaldo. Aquel nido de rojos que tanto hizo por las ideas socialistas de clase.
Tan solo quisiera añadir una reflexión compartida con alguna gente de mi entorno en estos días postreros a su muerte, y es que no habrá otro Periko. Él fue fruto de un tiempo, con sus luces y sus sombras, que probablemente no volverá. Y por tanto tampoco se van a repetir las condiciones sociales y políticas que ayudaron a que surgiera una figura de la talla de Periko Solabarria. Pero es que además, sus valores personales, su bondad, su desprendimiento, su total falta de ambición por el dinero o las prebendas, le sitúan en un lugar de la escala tan alto, que va a ser imposible que nadie se le acerque, al menos en este país de nuestros pecados.
Tendremos que conformarnos con seguir, de lejos, su estela sobre el mar. Con intentar continuar su ejemplo, el de una persona, en el buen sentido de la palabra, buena. Porque a Periko, un ejemplo inigualable de militante de la izquierda consecuente, austera y alejada de las poltronas, es fácil elogiarle, como se hace en estas torpes líneas, pero es muy difícil emularle en su actitud vital. Se necesita un espíritu de sacrificio que ya no se encuentra en nuestras calles y plazas, ni siquiera en su querida Lutxana.
Va a ser que sí, que teníamos junto a nosotros a un ilustrísimo paisano, a un egregio apóstol civil, y nos empezamos a dar cuenta ahora, en la hora última de su paso por esta tierra hostil a la que tanto amaba, de que le hemos perdido para siempre.
Querido Periko, con sotana o con buzo, con casco o con txapela, los que todavía soñamos con una Euskal Herria libre, roja y en paz, siempre te recordaremos como el mejor ejemplo a seguir para alcanzarla.
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