Los últimos acontecimientos sucedidos este verano en torno al tercer rescate a Grecia han puesto en el primer plano de la actualidad europea el concepto de soberanía nacional. El Estado griego es independiente, tiene fronteras y un poderoso ejército bien pertrechado. Sin embargo, tras la celebración de un referéndum popular cuyo resultado fue un mayoritario no a las condiciones planteadas desde Bruselas, al final el Gobierno soberano se ha visto obligado a firmar un plan en el que no cree. Y no solo eso, sino que ha tenido que cumplir un ultimátum, cambiando en 48 horas importantes normas legales, en una trágica representación parlamentaria que pone bien a las claras que la soberanía no reside en ese Parlamento nacido del voto popular, sino en la capital comunitaria europea.
La derivada de lo acontecido en Grecia es que el propio modelo de Unión Europea queda en entredicho. Los principios teóricos de solidaridad y ayuda mutua entre los socios comunitarios han sido arrumbados y sustituidos por una relación similar a la que sostienen prestamista y endeudado.
Pero no vamos a hablar de Grecia, sino de Euskal Herria. Aquí nos encontramos en la antesala de un proceso soberanista similar a los que se están librando en Escocia y Catalunya. Los defensores de la soberanía esgrimen como herramienta clave para desatascar la actual situación de impasse el derecho a decidir. Algunos sectores se mantienen firmes en la utilización clásica del derecho de autoderminación. Ambas posturas son muy respetables, así como la de aquellas personas o colectivos, que también los hay, que reivindican la plena independencia per se, porque somos una nación. Sin embargo, todas ellas, con sus matices, plantean el mismo objetivo a conseguir, un estado vasco independiente en Europa. Se sobreentiende que en el seno de la Unión Europea.
Y es que hablar de soberanía está muy bien, incluso está de moda, pero en pocas ocasiones se concreta de qué tipo de soberanía estamos hablando. La creación de un estado independiente para Euskal Herria (o Nafarroa Osoa) parece ser un paso inevitable si se quiere ejercer en su plenitud esa soberanía. Un Estado que contaría con fronteras, ejército y hacienda propia, por supuesto. El caso griego ha demostrado, empero, que todo ello no es suficiente para garantizar la soberanía, al menos si se trata de estar dentro de la Unión Europea. Sin moneda propia ni banco emisor, sin capacidad práctica de resistir la presión sobrevenida desde Bruselas, la soberanía económica de un estado es limitada y esa circunstancia se da por buena en aras a un proyecto superior como es el europeo.
Sin embargo ahora nos damos cuenta, observando el caso de Grecia, de que ni el propio Gobierno elegido por votación popular, ni el Parlamento nacional, son depositarios de la soberanía del pueblo, sino que se reconvierten en meros agentes ejecutores de las órdenes que dimanan de instancias ajenas, como son el consejo de ministros del Eurogrupo, el Banco Central Europeo o los gobiernos de los principales estados de la UE, leáse Alemania o Francia.
Ha llegado el momento de repensar en qué escenario político jugamos esta partida. Tras el fiasco sufrido por la soberanía nacional griega, que ha pasado a ser una mera figura retórica, ya no vale tan solo con esgrimir la defensa del derecho a decidir o el derecho de autodeterminación, sino que es necesario concretar el marco geopolítico en el que se ubicaría ese futuro estado propio de los vascos nacido del ejercicio de tales derechos. Está bien hablar de soberanía en abstracto, pero no caigamos en el error de construir una soberanía de porcelana, capaz de hacerse añicos ante el primer golpe recibido desde Bruselas.
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