La muerte del ciudadano vasco Arkaitz Bellon Blanco, preso en la cárcel de Puerto de Santa María, es una tragedia humana. Un joven a punto de cumplir su abultada condena ha perdido su vida en circunstancias aún por aclarar. Sus familiares y amigos deben sentir en estos momentos rabia y dolor. Cualquier persona de bien debería lamentar la muerte. Desgraciadamente, habrá quien no la sienta y quien, incluso, la disculpe y hasta la celebre. Peor para él.
El Estado es responsable de todas las vidas que confina en sus establecimientos penitenciarios y debe salvaguardar la salud de todos y cada uno de los presos, sin excepciones. En el caso de Bellon deberá explicar con detalle lo que ha ocurrido. Parece ser que no padecía ninguna enfermedad grave y que el cuerpo apareció muerto sin signos externos de violencia. La autopsia, a la que no ha podido acceder un médico de confianza de la familia, puede aclarar algunos extremos. Ahora bien, siempre nos quedará la duda de si Arkaitz no estaría hoy con vida si la condena no hubiera sido tan extremadamente dura. O si la dispersión hubiera sido anulada, como lo aconseja el estricto respeto a los derechos humanos.
La pervivencia de la actual política penitenciaria, inhumana y vengativa, debe apuntarse en el debe de un Gobierno español presidido por la inacción, sometido a diario al bombardeo de instransigencia de asociaciones de víctimas, partidos extremistas como UPyD y medios de comunicación reaccionarios. No podemos esperar nada de él.
En este momento, lo único que queda es exigir toda la verdad, que no se oculte ningún dato a la familia ni a la opinión pública. Y reclamar, con más razones que nunca, el fin definitivo de la dispersión, para que ningún preso más encuentre la muerte en la cárcel.
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