Los sucesivos rechazos en las convocatorias de referéndum lanzadas desde los respectivos Gobiernos, como ha ocurrido en los últimos meses en Reino Unido, Hungría, Colombia e Italia son una buena oportunidad para volver a reflexionar sobre el mito democrático del referéndum. Da la impresión de que la única salida viable, democrática y bien vista para solucionar un conflicto enconado reside en convocar una consulta popular en la que dos bandos se peleen a muerte por el sí o por el no, sin espacio para terceras vías.
Trátese de cuestiones como la pertenencia o no al club europeo, la emigración, un tratado de paz o la reforma constitucional, todo pasa por un referéndum que otorgue legitimidad al convocante y despeje cualquier duda sobre el proyecto que se ha sometido a consulta. Sin embargo, conviene aclarar las limitaciones que tiene la solución del referéndum, que son unas cuantas.
En primer lugar, polariza la opinión pública de un país en torno a una cuestión más o menos decisiva para la vida de sus ciudadanos. No admite posturas reflexivas o más o menos distantes, sino que conduce a toda la población a que se decante por el sí o por el no. Además, el referéndum funciona de modo similar a una fotografía, ya que refleja la opinión popular (y esto con muchos matices) en un momento concreto y bajo unas determinadas condiciones, como la propia pregunta a contestar en las urnas, tema que da de sobra para otro artículo. Una fotografía que en sí misma es estática y que no evoluciona. Hace ahora 38 años se celebró un referéndum en el Estado español para validar la Constitución monárquica, que resultó aprobada ¿Lo sería hoy? Una buena parte de la población actual no tuvo la oportunidad de opinar -muchos ni siquiera habían nacido- y debe asumir la herencia que le dejaron asignada sus antepasados, es decir los mayores de 21 años a fecha de 6 de diciembre de 1978.
Otra de las virtudes que posee la mecánica del referéndum consiste en el fomento del voto a la contra, es decir, que facilita coaliciones contra natura en detrimento de la propuesta sometida a consulta. Un claro ejemplo es lo ocurrido en el Reino Unido respecto a la permanencia en la Unión Europea. Euroescépticos, ultraderechistas, activistas anti-inmigración, izquierdistas diversos y anticapitalistas coincidieron en otorgarle un rotundo no a la pregunta realizada por David Cameron. Y es que el referéndum no acepta matices. El voto de castigo a quien lo convoca también es una realidad muy extendida. En Colombia muchas personas votaron negativamente a la propuesta de paz, no tanto por estar en desacuerdo con la paz sino por rechazo al presidente Juan Manuel Santos.
Un último aspecto a comentar es la baja participación que se suele dar en las consultas populares en comparación con la que se concita en elecciones presidenciales o legislativas. Se dan casos, como en el último referéndum en Colombia, en el que la participación popular ni siquiera alcanzó el 40% del censo, concretamente fue de un 37,4%, lo que debería haber supuesto su anulación inmediata por falta de representatividad. Guste o no el sistema, deberíamos convenir en que todas aquellas consultas que no conciten una participación igual ó superior al 50% del censo quedasen automáticamente invalidadas.
Espejo engañoso
Puede parecer a primera vista que dar la voz al pueblo es lo más democrático, que se trataría de una especie de democracia directa similar a la que se defiende desde las corrientes libertarias. Pero no es oro todo lo que reluce. Si nos ponemos en la tesitura de lo que acontece en Catalunya. o puede acontecer en un futuro en la CAPV, nos encontramos con una enorme paradoja. Mientras en las elecciones parlamentarias, denominadas autonómicas, las fuerzas independentistas y/o soberanistas pueden alcanzar una cómoda mayoría, en una hipotética consulta popular vinculante en torno a la independencia es muy posible que ganase el “no”. En el caso vasco, mientras en el Parlamento de Gasteiz se da una amplia mayoría por el derecho a decidir, en todos los estudios demoscópicos que se han realizado en los últimos meses la postura a favor de la independencia se sitúa entre el 20% y el 30%, e incluso en algunas por debajo del 20%, como es el caso del último DeustoBarómetro. Aparte de los errores en el procedimiento o incluso el posible determinismo de los autores de los estudios, el hecho incontrovertible es que la posibilidad de vencer el “sí” en una consulta sobre la independencia se antoja, hoy por hoy, inalcanzable.
De esta última reflexión se deduce una salida verosímil. La concatenación de dos (o tres si me apuran) mayorías absolutas parlamentarias nítidamente independentistas (expresado ese punto con claridad en el programa electoral), ¿no sería un mejor reflejo del sentimiento de una determinada población, que la simple consulta realizada en un momento único? Si se mantiene la misma opinión mayoritaria durante dos (o tres) parlamentos, lo que nos llevaría a sostener la mayoría independentista durante ocho años o más, habría muy pocos resquicios para impedir de facto la secesión de ese territorio, autoproclamado repetidamente en la urnas como independentista.
Este argumento conecta además con la tesis de aquellos portavoces políticos y periodísticos que históricamente se han decantado por negar la legitimidad de un referéndum secesionista, aduciendo que la población se autodetermina constantemente por medio de las distintas elecciones locales, autonómicas o estatales que se van produciendo. Si le damos la vuelta al argumentario, estaremos diciendo que si durante dos o tres legislaturas consecutivas se forman en un determinado parlamento mayorías claras en pos de la independencia, esa población ha ejercido de forma implícita el derecho de autodeterminación y el Estado correspondiente no tendría otra salida que permitir la separación de forma pacífica y amistosa, negociando los términos concretos de la misma y distribuyendo entre las dos partes en liza los haberes y debes que correspondan a cada uno, sin mayores disputas.
Esta salida, mixtura entre democracia representativa y democracia participativa, debería contar con unas reglas de juego previamente acordadas entre las partes, para que durante el proceso no salten por los aires los mecanismos de verificación de los datos y su interpretación. Por ejemplo, habría que cifrar el número de elecciones consecutivas necesarias para mostrar esa voluntad secesionista, así como el porcentaje necesario de diputados independentistas en la cámara o el índice de participación mínimo a superar para que el resultado de las votaciones sea considerado válido. Todo un compendio de cifras, usos y mecanismos que, si es acordado previamente entre las partes, evitaría el estallido de cualquier conflicto con posterioridad.
No se trata de evitar a toda costa un referéndum que puede resultar negativo a los intereses de las fuerzas soberanistas, sino de reflexionar sobre otras posibles variantes, estimo que de mayor calidad democrática, que posibiliten el desatasco de situaciones enconadas, como la que se vive en estos momentos en el Principado catalán y puede reproducirse a medio plazo en Euskal Herria. El referéndum puede ser una herramienta apreciable para esos fines, pero ni es la única existente, ni puede ser considerada como la más ventajosa. Y a las pruebas me remito. ⧫
[Artículo publicado el 2017-02-06 en el diario "Noticias de Gipuzkoa"]
[Artículo publicado el 2017-02-15 en el diario "Deia"]
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