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A la hora de escribir esta reseña son más de doscientos los cadáveres contabilizados, pero serán bastantes más cuando concluyan las labores de búsqueda. Dicen los informativos que el presidente de la Comisión Europea, Durao Barroso, acudirá el miércoles al lugar de los hechos, nadie sabe muy bien a qué.
No es la primera vez que se produce un hecho trágico como el de Lampedusa, frente a sus mismas costas o en otras similares del Mediterráneo. La atracción que genera la rica Europa sobre buena parte de la población del continente africano acarrea los sucesivos intentos de alcanzar la tierra prometida, la mayoría de ellos infructuosos.
No voy a repetir argumentos sobre lo ocurrido, pues casi todo está dicho. Tan solo llamar la atención sobre la orfandad que sufre la izquierda europea, desleída entre socialdemocracias pirotécnicas y comunismos nostálgicos, aderezados de unas nuevas izquierdas que no acaban de fraguar. Tras el brutal fracaso que supone Lampedusa, una isla en la que no hay lugar para los vivos ni para los muertos, la única voz potente que se deja escuchar es la del papa Bergoglio: "Es una vergúenza".
¿Que deberá ocurrir para que reaccionemos ante lo más importante, dejando por un momento aparcado lo menos urgente? Enfangados en luchas y conflictos cotidianos, que a veces parecen insuperables, podemos perder la perspectiva de la lucha decisiva, la que se libra desde tiempos inmemoriales entre los poderosos y los desheredados de la tierra. Como nuestros antepasados hace 60.000 años, los sepultados en las aguas de Lampedusa venían también de Africa. Igual que ellos, en busca de una vida mejor. Una aspiración legítima que en la podrida Europa se tipifica, de forma impune, como delito.
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