2018/12/22

Derribos Arias

                                                                           A Willy Toledo


Atravesamos un tiempo dominado por lo políticamente correcto, por el enjuague, por la adaptación a lo realmente posible. Un tiempo en el que decir lo que verdaderamente se piensa puede acarrear problemas. Un tiempo en el que triunfan el consenso, la lágrima fácil y el disimulo. Pero un tiempo también para la supervivencia de la idea, para la defensa de principios básicos como son el laicismo y el antifranquismo. 


Cimientos atacados de la Cruz de Olarizu, en el Concejo de Mendiola. Foto: Abc
Desde el respeto a todas las posturas democráticas, abogo por la demolición como solución definitiva ante la presencia invasiva de símbolos franquistas/nacional-católicos en nuestra variada geografía urbana. Sin ánimo de revancha, sin acritud, pero emitiendo energía positiva que sume a la hora de construir un futuro más libertario para nuestro país. 


Lejos de mí reivindicar actos de sabotaje como el perpetrado en los cimientos de la cruz de Olarizu. Monumento religioso erigido por suscripción popular en pleno y hondo franquismo. ¿Cómo se hacían las suscripciones populares en la Dictadura? ¿Alguien está interesado en que hablemos de ello? El Concejo de Mendiola, propietario de los terrenos en lo que se levanta la cruz, decidió de forma democrática la demolición. Me uno a su petición, valiente y razonada.  

Tenemos también la cruz de Cuelgamuros, extramuros de Euskal Herria, pero bajo la cual hay enterrados más de un millar de vascos. La solución para ese monstruoso símbolo del fascismo hispano llamado Valle de los Caídos, pasa también por su demolición, cruz incluida. Hay quienes pretenden una resignificación del lugar, pero como resulta imposible resignificar un campo de exterminio de judíos y gitanos, tampoco es posible dar otro significado a semejante engendro, gobernado por una entidad católica integrista. Y además construido con el esfuerzo de trabajadores republicanos presos, esclavos del franquismo.

Pero no solo estamos crucificados por cruces, permítase la licencia, sino que también nos crucifican otros monumentos nacional-católicos con destacada presencia en algunas de nuestras ciudades. Así en Iruñea contamos en pleno centro de la capital con el llamado Monumento a los Caídos, edificio que hasta hace cuatro días ha albergado los restos de los generales golpistas -estos sí que lo eran- José Sanjurjo y Emilio Mola. Fueron exhumados del lugar, pero sigue presente en aquel sitio el irrespirable hedor del fascismo más irredento del Estado. Por todo ello, desde diversos ámbitos se pide también su demolición, si bien el Ayuntamiento ha lanzado un concurso de ideas para reformar o rehabilitar el espacio, que no excluye el derribo.

A la lista ha de añadirse un ingrediente vizcaino, como es el monumento al Sagrado Corazón de Bilbao, inaugurado en 1927, en plena dictadura de Primo de Rivera, en base a una iniciativa religiosa que contó con el apoyo del ayuntamiento de la época. La inauguración, véase la hemeroteca, fue un acto con abundante presencia de obispos y militares de alta graduación, en una epifanía digna de mejor causa. ¿Por qué los ciudadanos tenemos que aguantar en un lugar señalado de la ciudad semejante símbolo religioso? ¿Dónde queda el laicismo de nuestra sociedad? Si el terreno en que se ubica el monumento sigue siendo propiedad municipal, algún partido del consistorio podría tener la iniciativa de remover semejante mole. Ahí lo dejo.

Igual circunstancia se produce en el monte Urgull de la capital donostiarra, presidido, cómo no, por otra estatua del Sagrado Corazón de Jesús, seguramente erigido para que no caigamos en la tentación de olvidarnos de que nos encontramos en tierras cristianizadas. Despejar la cumbre del monte de semejante estatua sería un acto de humanidad digno de agradecer. 

No se trata de atacar a la iglesia católica romana, ni a sus representantes, sino de limitar la presencia pública de sus símbolos. Bastantes catedrales, basílicas, conventos y ermitas tenemos en el país para que encima, en lugares públicos y no de culto, nos sigan obligando a persignarnos, como si estuviéramos en una permanente misa. ⧫  

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