2014/12/08

40 años de sindicalismo abertzale de clase

Enredados en las disputas cotidianas, a veces perdemos la perspectiva histórica. Este pasado mes de noviembre, se cumple el cuarenta aniversario de la creación de Langile Abertzaleen Batzordeak (LAB). En sus inicios una organización de masas imbricada en la clase obrera, que posteriormente evolucionaría hacia la conformación de un sindicato abertzale de clase, lo que sigue siendo hoy en día.

No es el objetivo de este texto realizar una aproximación a esos fructíferos cuarenta años, sino a la génesis que dio lugar a la conformación de LAB en la última etapa del franquismo, con Franco aún en el poder. Para ello se debe comenzar por los antecedentes más o menos próximos.

Hitz aldizkaria, 4. zenbakia, Baiona, 1975eko maiatza, 30. orria.



Euskal Herria, y más concretamente Bizkaia, ha sido cuna del sindicalismo de clase del Estado español y de la derivada política socialista/comunista adscrita a esa corriente. En Bilbao y la cercana Ezkerraldea nacieron en las postrimerías del siglo XIX la UGT y el PSOE, o al menos algunos de los núcleos más activos de esas dos organizaciones. Con menos peso histórico, también en Ipar Euskal Herria surgió un núcleo sindicalista y comunista de adscripción republicana francesa y configurado principalmente bajo las siglas de la CGT. Por lo tanto, la tradición de clase es larga en nuestra tierra. 

En cuanto a la tradición abertzale o nacionalista, fue también Bilbao sede de sus inicios de la mano de los hermanos Arana, Sabino y Luis, que darían presencia pública al Partido Nacionalista Vasco a finales del siglo XIX.

Por un lado, las corrientes de izquierda renegaban del nacionalismo, al que tachaban de burgués y reaccionario, mientras que los primeros nacionalistas vascos rechazaban las propuestas socialistas al considerarlas ajenas a la tradición vascona, acusando de españolistas y cosas peores a los defensores del marxismo y el anarquismo en Euskal Herria.

Se trataba de mundos separados, por no decir antagónicos, lo que hizo que la simbiosis entre esas dos grandes corrientes de pensamiento tardase en consumarse varias décadas. Ni en las filas socialistas y comunistas se daba un acercamiento al hecho nacional vasco, ni en las filas nacionalistas se mostraba sensibilidad por las cuestiones sociales, ni por el sufrimiento de la mayoría de la clase obrera.

Hubo, no obstante, ciertos precedentes, en ocasiones simples balbuceos, que conviene tener en cuenta a la hora de abordar la evolución histórica del proceso de convergencia de esos dos mundos en un pensamiento que aúne la lucha nacional y la lucha social en una misma estrategia de liberación.

Uno de los primeros pasos que se debe contemplar es el nacimiento en 1911 de Solidaridad de Obreros Vascos (SOV), una organización impulsada por el PNV y en especial por líderes nacionalistas católicos, algunos de ellos sacerdotes. SOV, en estricto sentido, no fue en sus primeras décadas un sindicato al uso, sino que se movió en el terreno de la asistencia social, el cooperativismo y la representación de un cierto mutualismo cristiano de tendencia conservadora. Por lo tanto, no pretendió aunar las dos luchas, sino que desde un nacionalismo clásico se aproximó al mundo obrero con la intención expresa de debilitar al sindicalismo de clase de UGT y CNT, ambas organizaciones en manos del españolismo, según sus análisis.

Otro incipiente intento de aquellos años por variar el estatus quo, en este caso en el campo estrictamente político, estuvo protagonizado por el nacionalista Francisco Ulacia, que abandonó el PNV para encabezar proyectos como el de Partido Republicano Nacionalista Vasco. Se trataba de intentos de poner en pie una alternativa progresista o reformista a un PNV que durante las primeras décadas del siglo XX se situaba en permanente alianza con las fuerzas tradicionalistas, conservadoras y ultracatólicas. Los intentos de Ulacia, que acabó aproximándose a fuerzas reformistas de ámbito estatal, resultaron un total fiasco. No existía en ese momento base social para sostener su proyecto alternativo.

Otro precedente que hay que señalar es el de Eli Gallastegi Gudari, nacionalista e independentista vasco, propagandista en el periódico Aberri, que se mostró partidario de luchar junto a los sindicatos estatales contra el que denominaba “capitalismo vasco rojo y amarillo”. Su mensaje de solidaridad con los militantes comunistas, abatidos en el asalto de la Guardia Civil a su local de la calle San Francisco en 1924, muestra que la distancia entre ambos mundos comenzaba tímidamente a disiparse.

Precisamente desde ese mundo comunista se dibujó otro precedente, cuando en los años treinta se fraguó el Partido Comunista de Euzkadi, que defendió con rotundidad el derecho de autodeterminación del pueblo vasco, si bien su programa optaba por una República Federal española. Líderes comunistas como Jesús Larrañaga Goyerri, entre otros, sustentaron las posiciones más claras en favor de la liberación nacional de Euskal Herria.

Una última aportación a los precedentes históricos debe referirse al partido Acción Nacionalista Vasca (ANV), escisión laica del PNV a principios de los años treinta, que trazó una estrategia política de centro-izquierda a medida que avanzaba la República, llegando a confluir en 1936 en algunos territorios con  las candidaturas del Frente Popular. El programa del partido, más de cuadros que de masas, no llegó a incluir la lucha de clases ni el marxismo, pero apuntaba avances progresistas en la línea que luego se ha conocido como izquierda abertzale. La guerra y la postguerra destrozaron la estructura del partido, que quedó sepultado durante el franquismo, pese a su presencia simbólica en los Gobiernos Vascos de Agirre y Leizaola.

Hitz aldizkaria, 4. zenbakia, Baiona, 1975eko maiatza, 31. orria.


El paso del Rubicón

En la evolución de cualquier proceso político y social, como el que tratamos en estas líneas, siempre existen precedentes. Ningún fenómeno histórico acontece de la noche a la mañana, como por arte de magia, sino que existen hechos anteriores que lo explican. Sin embargo, esos precedentes no dejan de ser indicios que apuntan a un objetivo futuro, pero que no aciertan con la fórmula correcta. Al final se quedan como lo que son, anticipos de lo que va a venir, a los que les ha faltado el detonante adecuado. Puede que en algunos de los casos citados hubiera ingredientes, pero no se encontraban mezclados en la forma adecuada para dar fruto.

En el caso de la historia del sindicalismo abertzale y de clase, el detonante es sin duda la fundación de Euskadi ta Askatasuna (ETA), una organización clandestina procedente del tronco común del nacionalismo, pero que empieza a separarse del mismo en su embrión Ekin (1952). Se trata de un pequeño núcleo de estudiantes y profesionales que deciden dar un paso adelante en la lucha por la liberación de Euskal Herria, paso que se concretará en el otoño de 1958 con la creación de ETA. 

Si bien las primeras construcciones ideológicas de la organización apenas aciertan a aproximarse al asunto que nos ocupa, la evolución sufrida en un medio hostil como es el franquismo puro y duro, les conducirá a abrazar en poco tiempo el socialismo. Será un socialismo un tanto ingenuo, derivado de un alto sentido de la justicia social y, en sus primeros peldaños, más cercano al cristianismo que al marxismo.

En un desarrollo relativamente rápido, la organización, que hace simultánea la reflexión teórica y el análisis de la realidad vasca con el activismo en la calle, desembocará en la asunción de la lucha de clases como algo propio. A partir de ahí, nos encontramos en la primera mitad de los sesenta, la lucha de liberación nacional y la lucha social se identificarán como las dos caras de una misma moneda. Por fin se da en una misma organización la afirmación consciente de la doble problemática que sufre el pueblo vasco.

La asunción del marxismo, o mejor dicho de los marxismos, porque en ETA se conjugan ideas maoístas, trotskistas o guevaristas a un tiempo, fenómeno difícilmente entendible si se desconocen los parámetros políticos de la época en la esfera internacional. Un panorama marcado por procesos de descolonización en África, guerras de liberación como la de Vietnam o revoluciones como la cubana. Es en ese contexto planetario de auge de las luchas populares de liberación en el que se debe inscribir la evolución de la organización vasca.

Sin entrar en los múltiples debates y escisiones que la adopción de diferentes acentos en torno a las dos facetas de la lucha acarrearon a ETA, el paso decisivo será la creación, entre otros, de un Frente Socio-económico, conocido popularmente como Frente Obrero. Esa sección dentro de la organización no será una estructura cerrada, similar a un partido al uso, sino que se tratará más de un concepto a desarrollar en el seno de las fábricas y los centros de trabajo. Militantes obreros “independientes”, que se sitúan fuera de la práctica de las organizaciones obreras tradicionales y mantienen una clara apuesta independentista nutrirán las fuerzas de ese FO. 

Un Frente Obrero que compartirá esfuerzos con el resto de frentes de la organización y mantendrá contactos y unidades de acción con militantes de otras organizaciones presentes en las fábricas y talleres, como las primeras Comisiones Obreras o las cristianas HOAC. Sin ningún afán de protagonismo acudirán a reuniones preparatorias de huelgas y protestas y se definirán ante el resto de participantes como militantes del Frente Obrero de ETA. Dirigentes históricos de organizaciones como UGT y CCOO fueron testigos de su presencia y compartieron debates y análisis sobre la problemática obrera del momento. 

Sin embargo, la cualidad de militantes de una organización clandestina, que disponía de su Frente Militar, ocasionaba caídas periódicas de personas pertenecientes al FO. Prácticamente todos estaban relacionados entre sí y se prestaban apoyo para determinadas acciones, por lo que no existían compartimentos estancos. Lo que podía significar una ventaja a la hora de llevar a cabo determinadas acciones en el seno de las fábricas, resultaba una losa insoportable por la continúa acción represiva de la Policía y la Guardia Civil contra los comandos, sin distinguir si eran de un frente u otro. Para las fuerzas represivas todos eran miembros de la misma organización insurgente.

Hitz aldizkaria, 4. zenbakia, Baiona, 1975eko maiatza, 32. orria.


El llamado primer Frente Obrero fue víctima de la represión y de las sucesivas disputas internas en la organización clandestina y para finales de los sesenta dejó de estar operativo. Con los primeros años setenta se reconstruyó el llamado Segundo Frente Obrero, que acabó su evolución transformándose, por la decisión de la mayoría de sus integrantes, en el partido LAIA (1974). 

En esa misma época se produce una reflexión en el seno de la organización ETA (pm), por la que se  teoriza la necesidad de poner en marcha una organización de masas que trabaje en las fábricas y tajos de Euskal Herria, con el objetivo de contribuir a la superación del problema nacional vasco desde un punto de vista de clase. Militantes independentistas que trabajaban en Comisiones Obreras, sindicalistas “independientes” de tendencia abertzale, trabajadores cuyo horizonte político era la izquierda abertzale y gentes provenientes de la izquierda revolucionaria confluyeron en lo que se dio en llamar Comisiones Obreras Abertzales, un conglomerado pequeño, bastante plural en sus orígenes, que en algunas comarcas adoptó el nombre euskaldun de Langile Abertzaleen Komisioak (LAK) y en otras el de COA-LAK. 

Al final de un tortuoso proceso de convergencia, en las que algunos colectivos locales quedaron fuera, la organización de masas tomó el definitivo nombre de Langile Abertzaleen Batzordeak (LAB), que se ha mantenido hasta la actualidad. En una entrevista publicada en el número 4 de la revista Hitz, editada en Baiona y correspondiente al mes de mayo de 1975, algunos de los fundadores de la organización datan en sus respuestas el inicio oficial de la actividad de LAB en noviembre de 1974.

Con el dictador Franco aún en el poder, los análisis y pronósticos que se realizaban en aquel momento no son exactamente los mismos que se pueden realizar en la segúnda década del siglo XXI. Pero los fundamentos ideológicos siguen inalterables. Como manifestaban los portavoces de LAB en aquella histórica entrevista, para los trabajadores vascos no habrá liberación nacional sin la consiguiente liberación de la explotación capitalista. Y ambas luchas deberán acometerse de forma conjunta, de ahí la necesidad de una organización obrera que las asuma en su integridad.

Transcurridos cuarenta años desde aquellos incipientes inicios, envueltos en la efervescencia del paso del franquismo a una democracia tutelada, el balance tiene que ser positivo. Resulta imposible realizar un repaso de lo acontecido en el mundo laboral y sindical de nuestro país sin tener en cuenta la aportación realizada desde el sindicato abertzale y de clase LAB. Su presencia, su trabajo, su dinámica reivindicativa y movilizadora, tienen buena parte de culpa de que la vida socio-laboral vasca sea cualitativamente distinta a la que se puede contemplar en el Estado español. No sabemos si el futuro otorgará a LAB otros cuarenta años de vida, pero sí sabemos que la trayectoria desarrollada hasta ahora ha merecido la pena.


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